La latitud y longitud de Kabul es casi la misma de Buenos Aires, sólo que en hemisferios opuestos y del otro lado de Greenwich.
Nuestro lunes es su domingo y nuestro domingo (descanso) es su viernes. No saben muy bien donde queda Argentina, ni tampoco que hay una América fuera de Estados Unidos, ni que idioma hablamos. Conocen a “Maradona”, muchos aun sin haberlo visto jamás.
Se conduce igual o peor que en Buenos Aires: casi no hay semáforos en Kabul, los carriles no están delimitados, no hay iluminación nocturna ni reglas de tránsito, mucha gente no tiene registro, las calles están llenas de pozos y mendigos cuando no hay barricadas y desvíos, algunos autos tienen el volante de la izquierda y otros de la derecha, no existen los coches nuevos (sólo se pueden comprar usados en Dubai), los tanques y transportes de soldados cortan las calles de repente y los choferes de la ONU usan su prioridad de paso.
Más allá de los suburbios de Kabul el Estado desaparece. Allí, señores de la guerra, soberanos absolutos, que gobiernan cobrando tasas e impuestos con la jactancia de no cumplir las directivas del gobierno central. Incluso en la capital se confunde sobre quién gobierna. ¿El presidente Hamid Karsai? ¿El embajador estadounidense Zalmay Khalizad, ese afgano-estadounidense designado por Washington? ¿O las tropas internacionales que, con más de 6.000 hombres, rastrillan todos los barrios de un extremo al otro?
El sector más rico de la ciudad, donde se instalaron las embajadas, se "bunkerizó". Estados Unidos confiscó incluso la avenida más grande de Kabul, sobre la que construyó un inmenso edificio para la CIA. Las ciudades del entorno, que se vendían por una decena de miles de dólares en tiempos de los talibanes, multiplicaron sus precios por mil.
Los afgano-estadounidenses volvieron a Kabul para recuperar sus casas y alquilarlas a los occidentales a precio de oro. Los afganos de Hamburgo y de otras partes no se quedaron atrás. A los ojos de la gente del interior, son sag chouyan, "lavadores de perros" (animal impuro para el islam). Los autóctonos consideran arrogante y despectiva a esta población, que habla el dari o el pashtún con un acento yanqui o alemán: ven profanadores más que auténticos afganos.
A estos afgano-occidentales, indecentemente ricos comparados con la población, se sumó la diáspora de quienes regresan de Irán o Pakistán, donde pudieron ahorrar un poco de dinero a costa de duro trabajo. Un tanto cosmopolitas, deben adaptarse a la nueva situación: albañiles, electricistas, pequeños empresarios o incluso pequeños comerciantes viven en las colinas que rodean Kabul, escapando así a los altos precios “globalizados” de las avenidas opulentas.
Estas dos diásporas sólo tienen en común su origen. Mientras que la segunda, que regresa de los países vecinos, se integra sin demasiadas dificultades, la primera, que proviene de Occidente, es rechazada y no busca integrarse. En Kabul piensan que vino a liquidar sus bienes, pero que luego hará las valijas o acaparará puestos lucrativos con el fin de incrementar su fortuna a expensas de la población del interior.
La miseria estalla en Kabul; gente vestida con harapos que subsiste apenas con casi nada. Las organizaciones no gubernamentales -unas dos mil ONG occidentales se instalaron allí- dan trabajo a una parte de la ciudad... parasitándola: la convierten en una inmensa obra para la ayuda humanitaria. Los trabajos calificados se asignan obviamente a occidentales o a afganos que provienen de Occidente; los trabajos menores -choferes, guías, distribuidores de ayuda, etc.-, a los afganos del interior.
Los afganos en general no tienen apellido. Usan su nombre de pila seguido del nombre de su padre. Se complica entender sus nombres ya que los dos o tres componentes de sus nombres son nombres de pila, y si son mujeres, es un nombre de mujer seguido de uno de hombre.
Los hombres jóvenes, y de a poco también las mujeres, se visten más occidentales, aflojando las fuertes reglas religiosas que los talibanes habían impuesto en la región sin embargo los adultos no tragan el cambio superficial.
La modesta clase media-baja urbana lucha contra la pauperización, pero puede caer fácilmente en la miseria como consecuencia de la inflación. Muchos de sus miembros no logran sobrellevar el aumento del costo de vida en una ciudad donde la afluencia de extranjeros altera los equilibrios preexistentes y hace que los precios se disparen. Estos modestos ciudadanos viven cada vez más en la frustración y el odio al "extranjero riquísimo" y a los afganos considerados no musulmanes por su individualismo y su negativa a compartir y a dar limosnas. En sus conversaciones, estos ciudadanos expresan a menudo sus quejas en términos religiosos, dando a entender que bajo el régimen de los talibanes al menos todos eran pobres y el poder no estaba en manos de gente caída de otro mundo.
En nombre del islam, los grupos extremistas podrán en el futuro explotar este sentimiento de verse excluidos en su propio país, ser relegados a los niveles más bajos de la escala social, ser despreciados o rechazados por "extranjeros" e "infieles" para consolidar un movimiento islamita de resistencia en las regiones fronterizas de Pakistán. Lograrán así la base urbana que les faltaba y extenderán su influencia entre esta población recientemente urbanizada, cuya vida está hecha de miserias e intentos de construir en el caos un futuro contra el que todo atenta.
Algunos, sin embargo, tratan, mal que mal, salir adelante, insertándose en el entramado del nuevo sistema. Omar, de pequeño, tenía condiciones para el fútbol. Castigado por los talibanes debió abandonar. Actualmente intenta jugar en el equipo que puede proyectarse a nivel nacional. Su sueño, sin llegar a ser “Maradona”, sería jugar, integrar uno de los equipos de los países del Golfo... o de otra parte…
Hay un dato sorprendente: no hay robos, es seguro dejar cosas o dinero en un hotel, la oficina se cierra con llave, pero es normal dejar tus cosas o los equipos o repuestos donde la gente podría llevárselos, los empleados no son revisados al irse de la oficina, nadie tiene miedo de que lo asalten, en la calle no hay que llevar los bolsos ocultos, se puede viajar con la ventanilla del auto baja, no se cierran los coches, no hay dinero falso...
Roxana Bassi se pregunta:
¿será el resultado de la estricta ley talibana de cortar la mano al ladrón o es que toda esa inseguridad viene junto con el ‘primer mundo’?
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Roxana Bassi trabajó para la ONU, como voluntaria internacional, en IT en el programa de reconstrucción del país .
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