No son exclusivas de la provincia de Buenos Aires ni de la República Argentina. Las campañas sucias invaden el mundo pero aquí, en Latinoamérica, parecen algo menos limadas, como si le faltara al producto un estricto control de calidad antes de salir al mercado.
En Bolivia, Evo Morales sale a decir con la mirada puesta en los estados norteños (USA); en Uruguay José Mujica se queja de algunos trabajos sucios de campaña y en México tuvimos el escándalo protagonizado por Carlos Ahumada - ex presidente de Talleres de Córdoba -, preso más de 1000 días por aceptar filmar el propio pago de coimas al PRD de López Obrador.
Acercándonos geográficamente, no hace mucho Pino Solanas captó una red de mails que lo tildaban y etiquetaban.
Y acercándonos al fútbol ya leímos sobre la publicación de Marca que ligaba comercialmente a Maradona con Heinze un día antes del duelo España – Argentina.
No vamos a decir que estos mecanismos son nuevos en nuestras democracias. Podemos, incluso, ir más atrás que el estimado y fraudulento Agustín P. Justo – quien paradójicamente pusiera la piedra fundamental de la “popular” Bombonera en los años de su década infame.
Pero en los últimos años, podemos recordar el recrudecimiento de estas maniobras durante los gobiernos del ex fallecido Carlos Menem, donde cada crítico de la gestión gubernamental aparecía inmediatamente publicado con currículums personales non sanctos en un sencillo blanqueamiento del mecanismo de destrucción de la imagen pública del crítico en reemplazo del rebatimiento conceptual de los argumentos (críticos).
Comprobado el fracaso de la tesis de Fukuyama – la muerte de la historia y el progreso acompañado con el de las ideologías – la cuestión se vuelve menos descifrable cuando se trata de la disputa por el lugar de “limitado administrador” de bienes.
Los estadios, las pinturas, las canteras, los juveniles, las universidades y los museos ya no cuentan en Ríver: el bacalao se corta en el unánime sillón. Después de Caselli vs. Avila, ahora le toca a Passarella.
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