A partir de Atenas 2004, cuando el fútbol argentino la descubriera, Niké se irguió. Se trata del primer cambio en la medalla olímpica desde Amsterdam 1928: Niké, al anverso de un poema griego del 460 a.C., está ahora de pie, sostenida por sus alas y volando en dirección al estadio (Panathinaikon, donde se reiniciaron los juegos modernos en 1896).
Niké o Nice (en griego Νίκη) era la diosa de la Victoria, capaz de correr y volar a gran velocidad.
Pero sus orígenes y significaciones nunca terminan de develarse en la tupida burocracia mítica griega. En este vasto universo de sabios y promiscuos personajes, el lugar que ocupa nuestra diosa queda reflejado por la obra construída en su honor: un mínimo templo (no más de 7 x 7 metros) de orden jónico levantado en el ala sur de la Acrópolis, de datación problemática (acaso en honor a la paz de Nicias), concebido hacia 450 a.C. por Calícrates y en reconocimiento no a Niké sino a Atenea Niké.
Tan confusa es la forzada reconstrucción de esta historia que se entrecruzan las versiones que la hacen dadora de buena suerte como una de las tantas hijas de Zeus, hija del titán Palas, hermana de Bía, Zelo y Cratos, que después deviniera en clon de Atenea y sólo epíteto de esta: Atenea Niké como Atenea Victoriosa. No podemos seguir hurgando demasiado. Sus registros figuran incompletos o enterrados hasta tanto una nueva excavación revele alguna buena nueva que, al mejor modo Wanda Nara, le relance al estrellato.
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