Vaya este pequeño homenaje para la leyenda riverplatense.
No esperaba encontrar un piquete arrugado de congoja o atacado por la conciencia pero sí encontrar a los muchachos algo incómodos por no poder desayunar o sencillamente por resignar los modos de su rutina diaria; sin hablar de los compromisos impostergables que cumplir y que hacían la pérdida de un minuto grave como su duplicado. En menos de lo que canta un gallo debía estar allí y todavía el mecánico, como si de fabricarlo nuevamente se tratara, no me devolvió el auto, porque esto y aquello. Un taxi libre por estas horas no es moneda común; mi suerte matutina de aquel día se tomó unos preciosos siete minutos en hacer aparecer uno. Por favor haga lo más rápido posible, estoy con urgencias – dije automáticamente antes de dar el destino para acentuar la prioridad del caso. Tomé el celular, hice un llamado, acomodé el portafolios y recién entonces pude ver el interior del coche que parecía flotar sobre el asfalto: impecable.
Por favor, acelere que estoy muy apurado – requerí nuevamente, cuando el chofer retomaba su ritmo callejero que no era el que yo necesitaba. Entonces la radio dio una noticia sobre Maradona, creo que algo relacionado con Grondona o sus hijas. ¡Qué grande el Diego! Fue el disparador que salió así, como para descomprimirme sobre la velocidad de las ruedas que mi tensión no empujarían. Y entonces el taxista, afable y despierto como si fuesen las once de la mañana, habló de fútbol. Y habló de fútbol mientras pisaba el acelerador por la avenida y esquivaba autos de la manera en que también yo sabía hacerlo en apuros excepcionales, sujeto a todo tipo de infracciones y maniobras poco prudentes. Noté que sus nombres y modismos eran demasiado pretéritos y entonces a una interpelación indirecta giró hacia atrás a mirarme – siempre con las manos al volante y los pies al acelerador – e inquirió: ¿cuántos años crees que tengo? No sé, pero si me sigues mirando nos vamos a hacer percha, pensé mientras le tiré un número setentoso. No, tengo 84 años...
Entonces los autos que veía pasar hacia atrás a través de la ventanilla, por entre el zigzag de este eximio y añejo piloto se convirtieron en cometas, meteoritos, amenazantes bolas de fuego que rozaban mis narices. ¡Suerte la mía! 84 años pisando en una avenida tupida, y todo por unos minutos de retraso.
“Lo mejor que yo vi fue Walter Gómez. Y mirá que vi algo de fútbol yo eh! ¿Y Di Stéfano? Sí, Di Stéfano, Moreno, Pedernera, Garrincha, todo lo que vos quieras pero lo que le vi hacer a Walter Gómez no se lo vi hacer a nadie...”
Este taxista mío de 84 años que iba zigzagueando entre autos por la avenida se posesionó. Y entonces sus ojos buscaban los míos por el retrovisor como para compartir conmigo aquellas tardes en el monumental que, obviamente, aun lo emocionan. Por supuesto que mis ojos eran esquivos a los suyos y miraban la ruta que ellos no miraban. Pensé en el olor de las calas, en un jardín de jazmines...
“Walter Gómez era una maravilla, no se la podían sacar, las cosas que hacía, como jugaba, iba, venía, volvía... lo que hacíamos para ver a Walter Gómez, no comíamos para ir a ver a Walter Gómez”.
Y el hombre, o mejor dicho su discurso se convirtió en una bola de recuerdos que, como la nieve, va incrementándose a medida que discurre por una empinada ladera de años; no podía meter un aviso en su arremetida, no había quien le hiciera sombra a Walter Gómez. Sólo logré atenuarlo cuando ya entramos en calles de tránsito leve. Hizo un silencio y trastabilló cuando le pregunté ¿mejor que Diego?... y ... – le costó decir - ...no.
Cuando estábamos llegando, sanos y salvos, me adelanté a decirle que me bajaba en la esquina. No quise que los muchachos me vieran hablando con el taxista – unos pocos minutos – en vez de ir a abrirles la puerta.
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