Pasión, historia, cruce de camisetas legendarias, escuelas diferentes, estilos y matices, la memoria de goles y vueltas olímpicas, el recuerdo de los orígenes próximos pero sobretodo, pasión.
Ya no se enfrentan ni Varallo y Ferreyra, ni Boyé y Pedernera, ni Angelillo y Labruna, ni Roma y Amadeo, ni Gatti y Fillol, ni Maradona y Passarella. Hoy tenemos a Riquelme y Ortega en el otoño de sus carreras. Pero, con todo el historial a cuestas, aquí y en cada cita de superclásico no importan los antecedentes, ni las posiciones de la tabla, ni las inercias, los momentos, los nombres, vicisitudes, pormenores, circunstancias. Los cambios de horarios, los montajes de seguridad, la inevitable venta y reventa de entradas que hasta decuplican su valor, las declaraciones y el gran casino de apuestas en que se convierten las oficinas y los vecindarios sólo se viven en esta cita.
Llegando al estadio se confunden olores e idiomas. Porque el superclásico, uno de los 50 espectáculos universales que hay que ver antes de morir, determina tours y organiza calendarios de visitas a Buenos Aires. Desde países nórdicos u orientales a hoteles cinco estrellas y combis acondicionadas, desde modestos micros, desde el interior de la larga geografía argentina llegan espectadores. Mismos que, como bien refleja Muntadas en su exposición itinerante, son menos marco que parte (fundamental) del evento.
Boca y Ríver, como el mito del eterno retorno, paralizan un país. Las tapas de los matutinos son la antesala del suceso que se produce a estadio lleno y ciudad vacía, con los bares a full, los semáforos superfluos y las banderas pendientes de los balcones como mudos testigos del detenimiento del tiempo.
Borges adivina “que el curso del tiempo y el tiempo son un sólo misterio y no dos” y pregunta “¿qué razones hay para postular que ya existe el futuro? Eso es, entre otras cosas, el superclásico Boca – Ríver: la sensación incomparable de que, por unos momentos, sólo existe ese partido. Algo así como la eternidad entendida por los teólogos: la simultánea y lúcida posesión de todos los instantes del tiempo.
Si Shakespeare pide en su Soneto XXIII que más que otra lengua de expresivo alcance, dejen transmitir a la elocuencia de sus escritos y si Dante fomenta el italiano vulgar para que Laura entienda, ¿en qué idioma contar esta pasión?
Artículo publicado en FUTBOL TOTAL.
ARTICULOS RELACIONADOS:
BOCA RIVER 100 AÑOS
No comments:
Post a Comment