[.Calígula] Hay cosas que, más o menos polémicas y controvertidas, el tiempo se encarga de instituir.
Si pasamos por el obelisco de Buenos Aires no tardaremos en descubrir grupos turísticos fotografiándose. Ahí, con el objeto a la espalda, el mismo que fuera vituperado por los porteños de los ´30, monumento al lápiz, obelisco trucho, hueco y de estructura metálica, pisapapeles gigante, sin gracia ni discurso que viene a implantarse cual ovni curioso (pero que sin embargo queda muy bien visto desde las diagonales) en una Buenos Aires avasallante. El mismo sitio que Los inmortales sellara junto a Carlos Gardel, cuando el zorzal murió sin conocerlo un año antes de su construcción. El lugar elegido para los festejos, los actos, las protestas y los festejos… todos al obelisco. ¿Quién se anima a sacar el obelisco?
“No hay nada nuevo… lo último lo hicimos nosotros… Argentina en México, con Bilardo como técnico” repite por enésima vez Bilardo, ahora a Newsweek, reafirmando la teoría de que los cambios en el fútbol murieron con su profesión.
“Veo como hablan los tipos, cómo se paran, si se miran, si hablan a la cámara, la luz, los muebles… veo quien entra, quien no entra, como ponen los carteles, como son los recogebolas…” – dice Bilardo con la pretensión de vender una obsesión útil , insólita y extraordinaria que ya puede asemejarse a la contemplación del viejo que mira la calle por la ventana.
Pero también huye de ahí. Dice que la profesión “se sufre mucho” y que “no se disfruta” pero que es algo “lindo porque vivís toda la vida así, apurado”. Nada de vejez ni sedentarismo.
Sabiendo que muere quien no tiene proyectos tampoco su experiencia en el rubro le limita el particular flujo discursivo y adelanta que “estamos examinando otras alternativas (de alojamiento) en Johannesburgo”, cuando la selección argentina aun pelea una compleja clasificación.
A la profunda y suspicaz pregunta sobre si “¿hay algo de lo que se arrepienta de su era como técnico?” olvida los bidones, los alfileres, los mandatos, los limones y vuelve al autohalago sin descansar un minuto en la construcción del personaje que se convierte en esencia, autorreferencial: “una sola cosa – dice – no tengo nada guardado. Camisetas, medallas… nada”.
Pero leer a Bilardo, entre líneas, sin comprar el personaje, depara algunas cosas como esta última que, si bien apunta a la automodestia (junto al inolvidable reproche de los cabezazos alemanes en el área a la hora de festejar el campeonato mundial), lo hace, como pocas veces, desde un lugar retrospectivo, como si se viera, acaso, fuera del museo imaginario que atesorara sus medallas y condecoraciones, sus logros, su trayectoria.
Y entonces se lee el paso del tiempo en un hombre que le dedicó su vida al fútbol, que tuvo la suerte de lidiar con el mejor jugador de la historia, que toma pastillas desde los 20 años y guarda 9000 VHS que le son más fáciles de maniobrar que los CDs.
Todos al obelisco!
Si pasamos por el obelisco de Buenos Aires no tardaremos en descubrir grupos turísticos fotografiándose. Ahí, con el objeto a la espalda, el mismo que fuera vituperado por los porteños de los ´30, monumento al lápiz, obelisco trucho, hueco y de estructura metálica, pisapapeles gigante, sin gracia ni discurso que viene a implantarse cual ovni curioso (pero que sin embargo queda muy bien visto desde las diagonales) en una Buenos Aires avasallante. El mismo sitio que Los inmortales sellara junto a Carlos Gardel, cuando el zorzal murió sin conocerlo un año antes de su construcción. El lugar elegido para los festejos, los actos, las protestas y los festejos… todos al obelisco. ¿Quién se anima a sacar el obelisco?
“No hay nada nuevo… lo último lo hicimos nosotros… Argentina en México, con Bilardo como técnico” repite por enésima vez Bilardo, ahora a Newsweek, reafirmando la teoría de que los cambios en el fútbol murieron con su profesión.
“Veo como hablan los tipos, cómo se paran, si se miran, si hablan a la cámara, la luz, los muebles… veo quien entra, quien no entra, como ponen los carteles, como son los recogebolas…” – dice Bilardo con la pretensión de vender una obsesión útil , insólita y extraordinaria que ya puede asemejarse a la contemplación del viejo que mira la calle por la ventana.
Pero también huye de ahí. Dice que la profesión “se sufre mucho” y que “no se disfruta” pero que es algo “lindo porque vivís toda la vida así, apurado”. Nada de vejez ni sedentarismo.
Sabiendo que muere quien no tiene proyectos tampoco su experiencia en el rubro le limita el particular flujo discursivo y adelanta que “estamos examinando otras alternativas (de alojamiento) en Johannesburgo”, cuando la selección argentina aun pelea una compleja clasificación.
A la profunda y suspicaz pregunta sobre si “¿hay algo de lo que se arrepienta de su era como técnico?” olvida los bidones, los alfileres, los mandatos, los limones y vuelve al autohalago sin descansar un minuto en la construcción del personaje que se convierte en esencia, autorreferencial: “una sola cosa – dice – no tengo nada guardado. Camisetas, medallas… nada”.
Pero leer a Bilardo, entre líneas, sin comprar el personaje, depara algunas cosas como esta última que, si bien apunta a la automodestia (junto al inolvidable reproche de los cabezazos alemanes en el área a la hora de festejar el campeonato mundial), lo hace, como pocas veces, desde un lugar retrospectivo, como si se viera, acaso, fuera del museo imaginario que atesorara sus medallas y condecoraciones, sus logros, su trayectoria.
Y entonces se lee el paso del tiempo en un hombre que le dedicó su vida al fútbol, que tuvo la suerte de lidiar con el mejor jugador de la historia, que toma pastillas desde los 20 años y guarda 9000 VHS que le son más fáciles de maniobrar que los CDs.
Todos al obelisco!
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