Para cualquier seguidor del Atleti, Argentina significa gloria, historia y memoria. Entre el sufrimiento, la pasión y el grito desenfrenado, queda la huella intacta de decenas de futbolistas argentinos que no sólo se dedicaron a vestir la rojiblanca sino que tuvieron por oficio el engrandecerla.
Dice una de las estrofas más sonadas en las gradas del Calderón que "Al besar la red un gol de Ayala, una voz salió de entre las gradas… ¡Atleti!", y es que en numerosas ocasiones, Atleti y Argentina han conseguido ser la misma cosa.
El gol de Ayala ante Independiente en el 74 no es si no la muestra más latente de la grandeza que un día tuvo mi equipo y que ahora lucha desesperadamente por recuperar. Campeones del mundo y finalistas de una Copa de Europa en cuya final tuvimos que lamentar las bajas del propio Ayala, de Ovejero y de Panadero Díaz, guerrilleros de ambas áreas que dejaron parte de su piel y sus nudillos en Escocia después de una épica semifinal ante el Celtic.
Aunque todo aquello, para mí, no son más que maravillosas historias salidas del recuerdo imperturbable de mi padre. Mis recuerdos verdaderos viajan a épocas más recientes. Aquellos tiempos en los que Cabrera, goleador de raza, acompañaba en la delantera a un Hugo Sánchez precoz que ya comenzaba a enseñar los dientes. O pocos meses después, cuando un Atlético engarzado en el área por el aguante del Pato Fillol se plantó en la final de la Recopa de Europa para disputarle un pedazo de sueño al imparable Dínamo de Kiev. O aquella imborrable victoria por cero a cuatro en el Santiago Bernabéu ante Madrid más fluido que jamás he visto, mientras el Flaco Menotti impartía su cátedra sentado en el banquillo.
Aunque para cualquier Atlético de cuño más reciente, no existe evocación argentina más memorable y sentimental que los gritos de celebración del Cholo Simeone. Para los atléticos, Simeone representó la voz del pueblo, el embajador idóneo del sentimiento colchonero. Su pierna fuerte, su mano en el corazón, a medio palmo del escudo, su sonrisa de niño malo y sobre todo, su entrega continua en cada partido. Los enemigos aclaran que no fue un virtuoso. No le hizo falta, le bastó sentirse atlético para que todos aprendiesen a adorarle.
Y es en estos tiempos de hambruna cuando nos acordamos de aquel espíritu. Un espíritu que hoy intenta viajar desde las manos infructuosas de Leo Franco hasta los pies goleadores de Maxi Rodríguez. Y mientras uno y otro intentan recuperar el nivel que cierto día les proporcionó prestigio, todos andamos boquiabiertos ante la majestuosa habilidad del Kun Agüero. La necesidad de este Atlético de hoy por crecer, encontrar el fútbol y ganar, pasa, en primer lugar, por mantener en la plantilla a nuestro número diez. Un futbolista especial, de esos que encuentran el espacio en mitad del vacío, de esos que encuentran el gol entre una maraña de piernas, de esos que con el tiempo pasan a ocupar el salón de la fama. Otro de esos futbolistas argentinos que, como Griffa, Madinabeytia, Heredia o Ayala, hicieron del Atlético de Madrid un equipo de referencia a nivel mundial.
Pablo.
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