LA PELOTA NO DOBLA se toma un receso festivo. Walter Fonseca (de trabajo en México), Wilde y yo (viajantes a Mar del Plata) les deseamos muy felices fiestas y un próspero año nuevo.
Estaremos volviendo, uno a uno, para los días del entrado enero. Dejamos un último post del año que, creemos, vale la pena.
El predio de la Federación de Empleados de Comercio era entonces una enorme extensión de césped prolijamente delineado en tierras de Ezeiza. Porque a mi familia le gustaba ir bien temprano, como para elegir cómodamente el lugar que más tarde estaría ocupado.
Llegábamos alrededor de las 8 de la mañana, el césped estaba más que húmedo y la bruma todavía no terminaba de disiparse. Creo que éramos los primeros y ser el único habitante de esa tierra era un momento sumamente desigual. Era mi momento. Algo asó como ahora sería recorrer el Coliseo romano o la acrópolis ateniense en el silencio, la soledad y las perspectivas que sólo brindarían la ausencia de guías turísticos y japoneses apiñados.
La familia se instalaba en los quinchos, acomodaba el carbón, el hielo y las reposeras mientras yo salía a recorrer, casi extasiado, el predio: la quietud del agua de las piscinas, el sol rasante sobre el húmedo césped de las canchas de fútbol, el minigolf de 18 hoyos – una obra de arte en una explosión de colores y esculturas. Aquellas postales tan cautivantes cobraban más valor por ser vistas únicas, vistas que en el transcurso del día y los días no se repetirían. Pero lo que más feliz me hacía en esos momentos, cuando era dueño y señor absoluto de todas las instalaciones y hasta de los lejanos horizontes despoblados, era la posesión del playón.
¿Qué era el playón?
Era una hectárea perfectamente embaldosada y delimitada como una isla en el océano de césped, donde se distribuían y superponían canchas de básquet, vóley, handball, hockey y pelota al cesto. Ese y no otro era el único y mágico momento; ese era el único lugar: yo tomaba mi skate y podía entonces malabarear a gusto, entrenar, combinar giros y velocidades y todo lo que en un par de horas próximas se hacía menos imposible que perturbador al gentío. Era una hora, hora y media que no me la quitaba nadie, donde me deslizaba a giros e inercias ante la mirada de los árboles, el canto de los sapos y los pájaros, el respaldo del enorme sol y el olor a césped húmedo.
Una de esas mañanas, cuando recién empezaba mi sesión de práctica, pareció empañarse el momento: alguien apareció desde los vestuarios, a unos cien metros, y se acercaba caminando con una pelota de fútbol al pie y con sospechosa dirección y decisión (?) de compartir el playón.
Después de todo el playón era lo suficientemente grande como para dos. Pero ¿quién vendría a interrumpir a estas inhóspitas horas?
Y no fue de otra manera. Este extraterrestre, madrugador como yo, vino a franquear la baranda y a entrar en el playón.
¿Quién vendría a “joder” a esta hora?
Diego Maradona.
¿Perdón?
Sí, Diego Maradona.
Me había parecido apenas lo vi en la distancia caminar con la pelota al pie pero lo tomé como uno de esos signos efímeros que tantas veces se le aparecen a uno en la cotidianeidad urbana.
Me tenté de preguntarle, cuando se acercó, si era el mismo pero la vergüenza y su propia voz lo impidieron.
¿Me la prestás? – me dijo.
Sí… Tomó el skate como si nunca hubiese tenido uno al alcance (y de hecho creo que nunca lo había tenido) muy sonriente y no menos curioso.
¿A ver? – dijo.
Intentó arrancar, pie derecho en tabla, pero casi se cae de nuca.
¿Cómo es?
Tenía la misma curiosidad que yo cuando la primera vez. La curiosidad y la alegría de cualquier chico. Pero su curiosidad tenía, además, un tinte adulto, iba más allá. Su inclinación demostraba algo así como la seguridad de que ningún objeto podía serle ajeno o desconocido a los pies.
Yo hablaba como podía. Intentaba explicaciones mientras le tomaba el pie y se lo calzaba en posición a la vista de los árboles, el canto de los sapos y los pájaros, el respaldo del enorme sol y el olor a césped húmedo.
En plena práctica de Diego empezaron a salir del vestuario los jugadores de Argentinos Júniors que caminaban hacia el playón y explotaron en risotadas cuando el skate salió despedido de los pies de Diego que quedó a punto de volcar de espaldas. Se acercaron otros curiosos del plantel y se turnaron en performances desiguales pero Diego volvía y volvía sin rendirse a que esa tabla, mi skate, se rebelara a sus pies…
Y siguieron después hacia las canchas de fútbol: empezaba el entrenamiento de Argentinos Júniors.
La mañana estaba fresca y algunas nubes amenazantes y no menos repentinas cubrieron el cielo. Cerca del mediodía, Argentinos Júniors hacía trabajos con pelota en las flamantes canchas de fútbol 6. La voz ya había corrido por el club y el alambrado que cercaba las canchitas se colmó de gente. Diego, siempre gustoso de deslumbrar, hizo cosas con la pelota que jamás vi se hicieran. Pocas veces los jugadores del “bicho” hubieron entrenado con tanto público. Pero el cielo se oscureció y un viento inusual cayó sobre Ezeiza. Una tormenta negra espantó al público espontáneo que comenzó a volverse para empacar sus cosas. Los jugadores continuaban la práctica ante unos pocos que quedábamos. Pero la unánime lluvia fue torrencial desde la primera gota como esas lluvias incalculables de verano. Entonces los últimos admiradores salieron disparados hacia los quinchos y los propios jugadores, después de que el preparador físico abriera la puerta del cerco, hacia los vestuarios, allá lejos, atrás del playón.
Entré. Sólo quedaba Diego, porque hasta el entrenador, silbato al cuello, también trotaba hacia cubierto. Diego quedó juntando el regadío de pelotas que había quedado bajo el terrible aguacero. Lo ayudé a guardarlas en la gigante bolsa de arpillera a la vista de los árboles, el canto de los sapos, las enormes nubes oscuras, la frondosa lluvia y el olor a césped mojado. Estábamos empapados pero no nos importaba.
Una vez embolsadas las pelotas saqué mi lapicera, mi papel y le pedí el autógrafo. Se tomó el tiempo de firmarlo. Y entonces nos fuimos chorreando agua. Yo, a los quinchos. Diego caminando hacia los vestuarios, detrás del lejano playón, cargando la bolsa de pelotas, con la satisfacción de haber sido el primero en llegar y el último en irse.
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