De hecho, la actualidad del Milan, campeón del mundo, flamante y unánime Rey de copas, es la navegación de un balón de oro por la mitad de la tabla italiana. Y la de Boca, subcampeón del mundo, Príncipe de Copas, cierra una temporada de finales perdidas donde la Copa Libertadores de América aparece como un oasis en la erosión. Porque perder finales consecutivas en torneos cortos ante equipos chicos (Estudiantes y Lanús) es un crash en Boca. Porque los momentos críticos fueron el caldo donde germinó la histórica mística xeneize, el fuego, la garra y la pasión de los colores arengados como ningún otro. Y este Boca, como hace tanto tiempo, no tiene pólvora en su alma. Humedecido y amalgamado en la medianía sólo despunta la memoria de sus colores.
Con todo, esto es fútbol y si bien la superioridad del Milan fue inobjetable, el gol de Kaká (el 3-1 que terminara de definir el partido) llegó a espaldas de Ibarra, quién volvía de estrellar una pelota en el palo que Dida no llegó a tocar.
Pudimos ver una final jugada a pleno desde ambas partes, un estadio colmado, una cobertura sin fisuras, jugadores experimentados (el promedio de edad del Milan, Maldini, Cafú, Inzaghi), jugadas sincronizadas, pelotazos precisos, las ausencias de Ronaldo, Riquelme y Vargas, Maldini levantando su 25º trofeo, como el título que me faltaba, un Palermo ansioso no menos atento a las imágenes de su película (acaso el llanto) intercambiando camisetas con Maldini en el entretiempo, Kaká estrenando el balón de oro, Caranta comiéndose un gol básico (de Kaká), jugadores que cabecean sin dirección en las áreas rivales (saben despejar más que apuntar), errores defensivos de baja técnica en ambas áreas.
También vimos la calidad de juego de Seedorf, la soltura, agudeza, sencillez y velocidad de Kaká, la personalidad y el dominio de Banega, la solidez de Nesta, el tempo de Maldini, el temple de Battaglia, el coraje de Ibarra y una notable diferencia de equipos en jerarquía individual.
En Buenos Aires fue un domingo largo, incluso un sábado de continuado y banderazos desiguales que amenazaban copar el obelisco porteño. Porque Boca llama multitudes y representaba otra vez al fútbol argentino mientras Ríver se debate entre manotazos de mar revuelto.
Boca termina un ciclo que decidió dar por cumplido hace un tiempo. La anunciada salida de su presidente, el empresario Mauricio Macri, hacia la gobernación de la ciudad de Buenos Aires recién pudo concretarse ahora, después de varios reveses electorales. Es entonces cuando las encuestas por fin le dan positivas al presidente que el sol cae en un otoño deportivo de Boca. Y después, en el mismo momento en que Macri, reporteado como ex directivo boquense (por su periodista elegido, Fernando Niembro), dice que la mayor virtud de una buena administración es saber decir NO, Pompilio, quien toma la posta presidencial, se embarca en una deuda de 15 millones de dólares para repatriar a Riquelme como garantía firmada de futuros éxitos deportivos.
Jugada determinista y de números exóticos en estos mercados tan lejanos y familiares de los mercados que hacen posible llevar la final de la Intercontinental a lugares fríos como Yokohama.
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